CÉSAR PINEDA MONCRIEFF: LA ESTETICA DE LO ATROZ
Por Juan B. Juárez
El dibujo en cuanto captación y representación de la realidad tiene una originaria relación con el conocimiento y la verdad. La delimitación de la forma que el dibujo establece, valga la paradoja, no es formal: capta la esencia de lo que es, que de esta manera accede a la representación. Pero hay algo más: la delimitación, el delimitar, supone lo ilimitado, de manera que lo dibujado retiene y deja ver en sus contornos el mundo al que pertenece. Tal contorno ¿pertenece al objeto dibujado o al mundo del cual ha sido separado? Como quiera que sea, el dibujo destaca a un objeto que hasta entonces permanecía indiferenciado dentro de su mundo, fuera este el de la naturaleza, el de la sociedad o el de la comunidad de los dioses, y establece la imagen diferenciada de su identidad, mucho antes que la palabra que lo designa y que el pensamiento que lo conceptualiza.
Pero quizás habría que precisar más sobre la naturaleza del dibujo: si originariamente la pintura como imitación de la naturaleza buscaba la presencia del original en la copia de su imagen, el dibujo en cambio busca retener únicamente los rasgos esenciales de los objetos, o más exactamente de la imagen de los objetos, de manera que podríamos pensar que la pintura como reproducción del mundo tenía originariamente una función mágica, mientras que el dibujo, en cuanto síntesis de la imagen y producto de una observación más detenida, tiene más bien una función intelectual ligada al conocimiento… y a otras facultades del entendimiento.
Podemos decir, entonces, que todo dibujo es doblemente imaginario. No sólo tiene su origen y su realización en la imagen sino también porque el producto del dibujo es una formación de la imaginación: una imagen liberada intelectualmente de su objeto (incluso el dibujo más realista y detallado) pero que todavía no llega a la abstracción del concepto. De allí la libertad imaginativa que caracteriza al dibujo: permite jugar con las imágenes. De allí también sus límites: todo dibujo, sea cual fuere su propósito, tiene un modelo, una imagen ideal, o mejor dicho una esencia para la cual busca una imagen que le sea esencialmente fiel, que la retrate y la exprese no sólo en su forma sino sobre todo en su significado (recuérdese, a propósito, que un retrato busca no sólo captar el parecido sino el carácter, el espíritu de su modelo)
De la misma manera que todo dibujo implica un modelo, también implica a un observador: el artista, el dibujante, en este caso César Pineda Moncrieff (Guatemala, 1980), que quiere acercarse con sus dibujos a la esencia de la perversidad contemporánea, esa que todavía no tiene nombre ni imagen pero que, sembrada y creciendo en nuestro interior, deforma hasta la atrocidad la imagen que nos expresa. Pero quizás deformar no es el término más adecuado ya que implica a una forma “pura” o ideal que se degrada (pienso en el ideal renacentista), y los dibujos de este artista no son el aberrado producto de una metamorfosis sino propiamente la imagen inédita del hombre nuevo.
A diferencia del dibujo moralizante que ilustraba los perniciosos efectos de los excesos humanos, o del dibujo político que lo hacía con respecto a los abusos de los poderosos, los dibujos de César Pineda Moncrieff no son condenatorios y carecen, por eso, del humor de la exageración y del optimismo edificante de lo que puede enmendarse. Digamos que los dibujos moralizantes y de crítica política imaginaban a posteriori: dado un pecado o un abuso (la gula o la intimidación violenta, por ejemplo) se procedía a exagerar la boca, los músculos y la expresión facial. La perversidad que se anuncia en los de Pineda Moncrieff, en cambio, no es externa ni accidental, ni tampoco ha sido escogida como opción, sino que aparece como condición de la vida contemporánea, de manera que al contemplarlos no nos sentimos acusados sino simplemente retratados, captados en nuestra esencia, sin espacio ni posibilidades para la culpa y el arrepentimiento, para el asco y la repugnancia; de hecho, estas opciones son en este caso, más que irrelevantes, incongruentes.
Lo que cabe frente a los dibujos de Pineda Moncrieff es la silenciosa perplejidad, el breve pálpito de horror, el angustiante presentimiento que asalta a quien sorprende a su inconsistente imagen un segundo antes de que se disuelva en las profundidades del espejo. De ahí que el mérito de su obra no resida en esos oscuros sentimientos que captan y expresan sus dibujos sino en la lucidez con que identifica (les da forma) a los invisibles coágulos atroces, a los malignos tumores que corrompen a los espejos y a las conciencias.
La lucidez de Pineda Moncrieff no siempre es intuitiva. Algunas de sus imágenes son producto de una especie de reflexión poética sobre la condición atroz de nuestra época. El dibujo titulado “Las palabras” muestra peces temerosos expulsados por un personaje vociferante sobre un paisaje naufragado, imagen que no se hace ilusiones sobre la naturaleza del diálogo en la era de las comunicaciones.